Presentación de la exposición.
Estamos delante de una vocación en el sentido más literario de la expresión, se trata de un sueño que se persigue con ahínco, con ilusión, desoyendo incluso los consejos más pragmáticos.
Buendía desde su más tierna infancia quiere sobre todo comunicarnos cosas y afortunadamente, para nosotros, se decanta por la plástica.
Le gusta el bodegón sobre materiales lisos, como las tablas, porque le encanta resaltar los pequeños detalles. Pero va más allá del sentido clásico; elige objetos cotidianos- la mayoría están muy utilizados-, desgastados, aparentemente inservibles, condenados irremisiblemente al cubo de la basura. Pero he aquí, que
Alfonso los redescubre, los mira con mimo desde su perspectiva y con gran sensibilidad encuentra el alma que encierran.
Los sublima y coloca encima de pedestales. Allí los deja solos, que no desamparados, y los arropa con un halo onírico. Los hace sentirse importantes ante nuestra mirada, por eso unta el trasfondo con pan de oro, para decirnos que son nobles. Es un homenaje por todo lo que nos han dado. No quiere que desaparezcan, sino que perduren.
Así, se recrea con ese bote de spray,
Montana, que le inició en el graffiti al comienzo de su carrera, o la
lata de refresco con la que tantas veces hemos saciado la sed y que después hemos arrugado con satisfacción. La
mochila que llevamos a clase durante tantos años, fiel compañera de largos recorridos, continente de saber y de futuro. La
zapatilla que se eleva sola, que nos ayudó a caminar, correr, saltar, flotar o
la otra que abrazó nuestro pie, con la calidez de un buen amigo. La
cinta de casete en la que grabamos nuestras canciones y que nos acompañó hasta que llegaron los discos compactos.
En otro cuadro descubro al niño que juega en el suelo, tendido boca abajo y mirando fijamente el
cochecito de Ferrari y desde esa perspectiva se trasforma en un coche real, ese que puede conducirse algún día y que nos llevará velozmente a la meta soñada.
En
el secreto que guardan los papeles, hay una mano levitando sobre un papiro, o un manuscrito, o un trozo de papel. Sobresale sobre un montón de arrugados y difuminados folios que han contenido muchas y variadas ideas. Sueños que se esfumaron.
No todo es naturaleza inerte, hay una
rana en frágil equilibrio sobre unas hojas verdecidas, que ha sido sorprendida a punto de saltar. Lo va a hacer de un momento a otro y es seguro que se saldrá del cuadro. Está harta de su soledad y busca proyectarse al futuro. El
pececito que nada solo en un fondo oscuro, en lo más hondo, donde no llega ni un solo rayo de luz, está asustado pero no derrotado, nada con brío para salir de allí y estamos seguros que lo conseguirá.
Hay unas
manos, alzadas cual plegaria y otras arrugadas, sujetándose con firmeza la una a la otra, mostrando serenidad. Son las de su abuela
Sofía, su otra madre, con la que siempre ha convivido. En ellas hay una alianza, prueba inequívoca de amor y compromiso. Oculta la cara, el cuerpo, porque sólo le interesan las muchas buenas obras que ellas han realizado.
El cuadro de la
Efigie y del
graffiti de acero nos evoca arquitectura en su concepción más actual, es acero cortén que chorrea óxido en la superficie, pero esta aparente degradación no es más que un signo de fortaleza y perdurabilidad, como si de pinturas rupestres se tratara.
La
mirada al cielo no es altiva, se dirige a un lugar próximo, a un horizonte cercano, alcanzable. Es una mirada tierna, humana, cotidiana, tal vez la nuestra propia.
En el
diseño arquitectónico, nos dice a las claras que esta exposición no es un punto final, ni siquiera un punto seguido, no es más que una breve coma. Vuelve sobre la arquitectura que, en su actual vertiente, requiere inexcusablemente de ordenador personal y muchas horas de dedicación y entrega para que los sueños, hechos proyectos, exploten y salgan del monitor lanzándose al mundo en formato real.
La obra de
Alfonso Buendía es un deleite para los sentidos: para los ojos que tocan, los dedos que hablan, las bocas que miran más allá de lo que se nos muestra.